SEIS DIOSES A LA MESA DE UN BAR
Micronovela cartomágica.
Raúl Alberto Ceruti
Todos los miércoles de lluvia, los seis dioses se avienen a reunirse en el bar de la esquina de Bernoulli y Fonseca. Son tres dioses, dos diosas y un dios hermafrodita.
Todos los miércoles de lluvia, los seis dioses, con sus mazos de naipes en donde bailan y se pierden planetas enteros, siglos de esperanza, constelaciones completas.
Todos los miércoles de lluvia, sin aviso, ni arreglo ni concierto. Coinciden, sin más, para probarse que aún existen.
Kantonio no era un dios, era meramente un inmortal. Y a Kantonio le habían otorgado el inconveniente de la exactitud. Kantonio padecía de recuerdos acabados. Los recuerdos acabados no cambian más. Se quedan así de claros y eficientes, como un documento, más que una huella, una herida o una sensación.
Y uno de los recuerdos acabados y recurrentes del inmortal Kantonio, lo dejaba todos los miércoles de lluvia en la esquina de Bernoulli y Fonseca, donde estaba el Bar, adonde acudían los seis dioses a probar fortuna.
Kantonio era exacto, preciso y certero para todo: Era insoportable en cualquier conversación. Por eso los dioses lo tenían sólo para servir, y atenderlos puntualmente en cada uno de sus pedidos: Que un café descafeinado con agua del Lago Náscar, levemente hervida con fuego de la caravana de Lóstar, que un licor de menta con hojas maceradas sobre la piedra de Tóluk, que un salero de ciento treinta y siete granos… Ningún otro mozo hubiera funcionado. Ningún otro mozo lo haría mejor.
Uno de los dioses que se sentaba a la mesa, Murabio, uno de los más antiguos, que parecía formar parte del mobiliario del salón del bar, no había creado nada nunca. Nada. Ni un pedazo de lombriz, ni un grano de lenteja. Murabio regula la espera, la incertidumbre, el orden arbitrario y las cuentas. Es el dios rector de los mazos cerrados y de las barajas de publicidad.
Otro, Javierio, el más espigado y quebradizo, el que siempre consumía la misma taza del mismo té (de hojas, por supuesto), era extremadamente omnisciente. Javierio lo sabía todo, por lo que nunca entendía qué acción era causa de cuál otra. Siempre se perdía ante la multiplicidad de referencias espaciales o temporales. En el primer caso, porque el espacio es un compuesto complejo de ausencias y presencias, fondos, formas, detalles y adherencias; y en el segundo porque el tiempo es un compuesto complejo de procesos adunados, interconectados y superpuestos. Javierio regula las inadecuaciones y diferencias. Es el dios rector de los cortes y de los ases de picas.
Solden, el más gordo y estentóreo, el que siempre acudía con una sonrisa y pedía una picada “de la casa”, había descuidado tantos mundos, que poco ya le importaba de ellos. No era capaz de seguir el hilo de una historia, más allá de sus primeros tres milenios. Prefería hablar tanto de grandes fenómenos como de anécdotas curiosas. Episodios graciosos, burdos o espectaculares. Excepciones al trámite de la eternidad. Solden regula las extensiones y las mezclas. Es el dios rector de los Jacks y de los ases de tréboles.
Nurma, la diosa vislumbrada, se acercaba en el mismo movimiento en que la veías partir. Y en su lugar, se instalaba una desazón, un suspiro, una remembranza. Una suerte de melancolía hacia adelante, que avizoraba volverla a encontrar, en la vereda de enfrente, detrás de algún balcón, o reflejada en alguna ventana, con la sola condición de no abrir las cortinas voluntariamente. Nurma regula los atisbos, las cartas invertidas y los dieces de diamante.
Lemia, desbordante y suavemente furiosa, se acompañaba con un cognac mientras al mismo tiempo que las narraba, iba creando situaciones como seres vivos. Situaciones que nacían, se desarrollaban y a veces también morían o metamorfoseaban en otras. Lemia regula los encuentros y las distancias; los cambios de color, y todas las transiciones. Es la diosa regente de las cuatro reinas.
Diallias era el dios o la diosa hermafrodita, siempre preparado/a para sentarse en un lugar distinto, purgar las contradicciones, tejer vínculos. Diallias regula lo inesperado. Lo que no iba a estar ahí, lo que no puede llegar a tiempo. Es la diosa regente de los ases rojos y de todas las impares.
Los dioses prefieren hablar sin relación de causalidad. Sobre todo sin la causalidad mecánica, que siempre es un fastidio en el relato.
Prefieren dejar los recuerdos abiertos, para que en ellos pueda caber una nueva ilusión.
Seis dioses juegan a la baraja. Sabiéndose todos los trucos, con la esperanza de sentir un soplo de magia, para llevarse un recuerdo inacabado. Uno que no pueda explicarse. Uno que no alcance a terminar nunca.
Por el momento, llevan a cabo esta reunión de todos los miércoles de lluvia, celebrando un ritual, que es algo así como una imitación a pulso de la eternidad.
MURABIO
Esa vez las primeras cartas las jugó Murabio. Y eran cuatro cartas blancas, como no podía ser de otra forma. Blancas de cara y de dorso. Toda una declaración de posibilidad.
Murabio recorrió las miradas del resto de los dioses y las diosas que estaban allí, y halló que también sus ojos estaban en blanco.
Mundos a la espera. Creación en expectativa. Escena sin iluminación. Como cuando el set se abandona, o cuando todavía no ha llegado nadie a conocerlo.
Mundos secretos, escondidos. O mundos relegados. Ni siquiera advertidos como para hacer de segundo plano.
Javierio sorbó un poco de su té y eso fue todo lo que sucedió en la superficie. Creación en paréntesis. Que solo pudiera deshacerse a través de una trama conversatoria.
Nurma: “Cuatro cartas blancas, de cara y de dorso. ¿Puede hablarse de cara y de dorso?. Son cuatro cartas de la ausencia, de la falta de otro, cartas en reemplazo o en sustitución de otro. Lugares que aún no han sido visitados. Sitios que tampoco pueden verte.”
Murabio (tomando la sal y echando una buena cantidad sobre sus papas fritas): “Y sin embargo deben ser cartas negras o cartas rojas, pares o impares, números o figuras, corazones, picas, tréboles o diamantes. Aún siendo blancas, no pueden dejar de representar esos límites.”
Diallias (cortando una rodaja de limón en forma de estrella): “Por eso la verdadera libertad está en los dorsos. Los dorsos sí pueden ser incluso blancos. Incluso, aunque no lo sean. Las cartas blancas sobre la mesa, Murabio, ¿son dorso y cara? ¿son doble dorso? ¿son doble cara?”
Javierio hizo una mueca de infinita sapiencia: “Doble dorso, como una Luna con dos caras ocultas. Lo hemos hecho. Un modo fantástico de ocultar un enorme cuerpo celeste en el Espacio… Y doble cara, para construir un objeto tridimensional a partir de otro bidimensional. Un objeto que sólo tenga luz y sombra, darle aires de materia. Quizás, Nurma, ¿has hecho algo así?”
Nurma (jugando con una aceituna entre sus largos dedos): “No con la luz, pero sí con el susurro. La constelación de Gortz, por allí arriba, está hecha sólo de vibraciones. De sonidos extraídos de las notas que quedan resonando entre las paredes de una habitación, o al interior del alma de un pequeño violín, o entre las maderas gastadas de un piano en desuso.”
Solden hizo trampa: dio vuelta la primera de las cartas y vio que era un seis de picas.
Murabio, observándolo, dio vuelta las otras tres y remató: “Son todas seis de picas… de dorso.” – Y estirándose encima de las barajas se puso a darlas vuelta nuevamente: – “en cambio, de cara son el seis de picas, pero también el seis de trébol, el seis de corazones y el seis de diamantes. Así, el seis de picas es a la vez un doble dorso y un doble cara. Tiene de dorso una cara, y una cara de dorso. Como una galaxia que sólo sea espejo de otra, que no está allí donde la miras. Y que al otro lado tiene el reflejo de su espalda.”
Diallias tomando el doble seis de picas con la mano y dándolo vueltas para un lado y para el otro: “Un infinito metido para adentro. Un infinito del revés. Que casi coincida con un punto. Un punto de fuga que te mete más adentro todavía.”
Solden tragó algunos litros de agua: “Está muy bien como escenario. Pero falta la historia. Quiénes son esos seis? Qué hacen ahí? Qué buscan? Acaban de reemplazar al vacío, pero no tienen nada para decir?. A mí me ha pasado con creaciones que luego quedan a la deriva, descuidadas, como al boleo. Y que si no tienen la chispa o la audacia o el motivo suficiente, se adelgazan y quedan luego convertidas en hilachas, y de hilachas en polvo.”
Diallias, jugando a dar vueltas con el seis en la mano izquierda, hizo aparecer otras cinco cartas en sus dedos.
Murabio hizo lo mismo con las que le quedaban. Y siempre otras cinco cartas aparecían. Y todas las veces eran cinco seises. Se deshacía de ellos, que volcaba sobre la mesa, y otra vez aparecían otros cinco.
Con ese procedimiento, el centro de la mesa se fue llenando de una misma baraja, al que Murabio, con un chasquido de sus dedos, convirtía en ases de picas, con el dorso igual, exactamente igual a la veta y el color del recorte de la mesa donde tocaban.
Javierio dijo (mirando a todos): “Dorsos de realidad?. Dorsos que no están en la baraja, sino en aquello que la baraja toca.”
Nurma lo miró, con el rostro extrañamente grave y contestó: “¿Y por qué no caras de realidad? Caras que tomen el reflejo de lo que ven enfrente suyo. Y que el más suave e imperceptible movimiento, las cambien, las muten, las traspasen.”
Dialia agregó con cierto entusiasmo: “Y que esos movimientos, esas suaves e imperceptibles mutaciones sean el sentido, el rumbo, o el carácter que cada una de esas caras busca de sí y para sí?.”
Solden atravesó la conversación levantando un par de dedos en el aire: “Un mundo de espejos rotos. ¿Están seguras?”
Lemia: “Pero algo más va implícito en ese movimiento: Un hilván. Un tejido. Una red. Una costura que una cada cara a la siguiente, de la misma baraja, y cada baraja al resto de las barajas. Único modo de establecer dorso y cintura, manos y piernas, de encontrar en la sutura ese elemento fundador, único sensible y creativo al mismo tiempo, que es la piel.”
Como los ases de pica se seguían acumulando en el centro de la mesa, Murabio los dio vuelta, y como el dorso reflejaba el punto exacto en el que descansaban sobre la mesa, de inmediato, para toda percepción, desaparecieron.
Solden aprovechó para hacer venir a Kantonio, pedirle que desparramara 11.972,35 granos de sal en su plato, y que trajera una nueva canasta de variedades de pan.
Javierio se acercó a Lemia para decirle: “Y de qué estaría hecha esa costura? Sólo tenemos la trama de la tela de la baraja.”
Lemia se limitó a mirar por la ventana, a través de la cual todavía la lluvia de miércoles caía como una constante sorpresa.
Sobre qué mirada caerá la última gota ese miércoles? Hay acaso una última gota? No ya el reflejo de las anteriores? No es ya su reflejo en la mirada?.
Gotas de dorso y de cara. Jugando una jugada imposible a permanecer detenidas y arrojadas al mismo tiempo.
La gota como el recuerdo multiplicado de la gota. La gota sin número, sólo reflejo de la mirada.
Murabio pasó el mazo de cartas a Javierio.
JAVIERIO
Javiero tomó la baraja entre sus dedos nerviosos. Como todo omnisciente, tenía miedo de todo, de cuál estaba abajo, de cuál estaba arriba, de cuál saldría primero, de cuál saldría después. Miedo de la mezcla y de los cortes, miedo de que saliera exactamente la carta que debía salir.
Abrumado entre todas las posibilidades, murmuró, casi para sí mismo: “7 de trébol.” – Y el 7 de trébol salió desde algún lugar por el medio de la baraja. Luego: “9 de picas” – Y el 9 de picas salió desde algún lugar más cerca del fondo de la baraja. Luego: “4 de corazones” – Y el 4 de corazones salió de arriba de todo. Y luego: “5 de diamantes, 3 de corazones, 8 de picas, 9 de trébol, 2 de corazones, J de diamantes, reina de corazones” – Y efectivamente, fueron saliendo una a una, una después de otra, todas las cartas que iba nombrando, las sacara él mismo o las sacara otro u otra, estuvieran juntas o separadas.
Lemia lo detuvo, poniendo su mano sobre su brazo, en el momento en que iba a continuar la liturgia de adivinaciones. Le dijo: “Ahora, quiero saber si la predicción modifica la carta, o la carta impone la predicción. He puesto una carta en la parte de arriba. Es el cuatro de trébol. Ahora es tu turno. Indica qué carta saldrá desde arriba, nombrando cualquiera, cualquiera excepto el cuatro de trébol. Y entonces sabremos.
Javierio hizo un gesto de desdén y pronunció: “ocho de corazones”.
Lemia levantó el que hasta ese momento había sido el cuatro de trébol y cuando lo dio vuelta ya era el ocho de corazones.
Pero, ¿en qué momento? – pensó Lemia, y estaba dispuesta a dar vuelta la próxima carta, antes de que Javierio termine de pronunciarla, para ver si existía algo así como un estado intermedio, entre la transformación y la no transformación. Entre el seguir siendo lo mismo y el ya ser otra cosa.
Como esos mundos sin terminar, pero que ya están terminados, en cumplimiento del olvido o del descuido o de la desinteligencia. Fragmentos de un hacer que por algún desliz o alguna distracción, no hallarán ya la pieza que los complete. Ni roto ni restaurado: necesitado.
Lemia colocó nuevamente el 4 de trébol sobre todas las otras y es esa carta la que se dispone a sacar. Le hace el mismo desafío a Javierio: Que diga cualquier otra carta en lugar de esa. Pero que esta vez lo diga lenta, muy lentamente. Y que sea roja.
Así, mientras Javierio pronuncia su “Seis de Picas”, con una mirada insegura, Lemia la está dando vuelta, y efectivamente, la carta ya está completamente mutada al seis de picas, con la variante de que en este único caso, las picas son rojas.
“¿Sabe cuál es el problema?” – intervino entonces Solden, reacomodándose de nuevo en la silla, lo que provocaba que todo el salón se desplazara hacia un costado o al otro – “El problema es que lo que usted hace no es una predicción, sino una trasposición. Fíjese, doña, si en el resto de la baraja hay otro seis de picas. En el caso de que lo hubiera, entonces tampoco sería una transposición, sino lisa y llanamente una aparición. Aunque bien podría ser las dos cosas: Una transposición por transformación de las dos cartas. Y hasta las tres cosas a la vez: Una transposición por transformación, y una transformación por aparición de unos signos en lugar de los otros.”
Javierio reconoció no saber lo que hacía, precisamente porque sabía exactamente lo que hacía, a pesar de él.
Sublime ignorancia la del omnisciente. Que sabe todos los qué pero ningún cómo. O que sabe todos los cómo pero ningún por qué.
Javierio dejó entonces el raro seis de picas rojo como única carta, apartando el resto de las barajas, que entregó a Lemia.
Javierio entonces dijo: “Nueve de corazones”, dio vuelta el seis de picas rojo y ya era un nueve de corazones. “Diez de diamantes”, y sin otro motivo, ante el sólo pronunciamiento, el nueve de corazones cambiaba al diez de diamantes.
Lemia revisó la baraja y no pudo sino dejar escapar un grito de horror: El resto de la baraja estaba en blanco, o con figuras y colores difusos y desteñidos.
Acababan de descubrir el principio de incertidumbre: Donde se conoce con extrema exactitud cualquier porción del Universo, el resto queda en la penumbra. Abandonada. Como si no conocerlo equivaliera a su inexistencia.
Así han de ser los corazones humanos – pensó por un momento Diallias – que nunca alcanzamos a conocer, porque casi siempre se desarrollan sobre una raíz de preciosas e inextricables contradicciones.
Javierio entregó el mazo a Lemia.
LEMIA
Lemia tomó las cartas con cierto desdén. Realizó una cascada lenta, misteriosa y exasperantemente lenta, que aprovechó para extraer con apenas un par de uñas, las cuatro reinas.
Las cuatro reinas. Corazones, Tréboles, Picas, Diamantes.
Colocó a las cuatro delicadamente en “top”, en la parte superior de la baraja, y con singularísima destreza se puso a mezclar todo el mazo, sin tocarlas. Tan sin tocarlas, que las cuatro reinas se independizaron del mazo, pasando a una suerte de intangibilidad, primero, posteriormente a una clase de independencia, y finalmente, a una suave levitación que poco a poco fue poniendo a cada una de las reinas en órbita alrededor del mazo que continuaba mezclándose entre ambas manos.
“Cuatro lunas para un solo planeta” – contaba Lemia. Sustituyendo lo principal por lo accesorio, lo central por lo periférico, lo sustancial por lo volátil.
Lemia soltó el mazo y rodeó con movimientos circulares de sus brazos a las cuatro reinas. Las cuatro reinas, trastocadas en lunas, se movían en círculos y ellas eran las que transportaban y hacían moverse y girarse al mazo completo, que por otra parte, se organizaba y reorganizaba entre rojas y negras, pares e impares, números y figuras.
Existen mundos (historias) así, en los que un accidente o una casualidad determinan el curso de los acontecimientos de forma más fuerte que cualquiera de las leyes de la física o de las causalidades. Mundos donde las excepciones mandan. En los que la regla no tiene más remedio que someterse al orden de la sorpresa necesaria. Mundos muchas veces desechados, que las manos de Lemia reconvertían. Mundos en los que una mirada podía incautar todas las sombras, o un parpadeo distribuir colores en el paisaje, o una salpicadura modificar el curso de una corriente oceánica, o un gesto imperceptible cambiar el sentido del movimiento de rotación planetario.
Lemia recogió una aceituna y la arrojó al interior de una copa. El pequeño sistema planetario se disipó en el aire y las cuatro reinas aparecieron dentro de la copa.
La triviliadad del ser y el no ser. Como morirse atragantado por el vuelo de una luciérnaga. Como las cuatro reinas, introducidas en la aceituna. Dentro de una copa de cartas, que ha perdido toda transparencia.
Lemia deshace la copa carta por carta, con una mayestática y cruel delicadeza. Hasta que finalmente queda desnuda la aceituna, descubierta en el medio, la aceituna que vuelve a tomar entre sus dedos, la estrella contra la mesa y desaparece. Aunque no desaparece, porque al modo de una semilla introducida en las vetas de la madera de la mesa, hace crecer desde el punto exacto de su desaparición, un tallo formado por un hilo, por otro hilo, por otro hilo, que se enredan y desenredan formando la trama de cuatro barajas, cuatro barajas como hojas de una hiera, que luego, arrancadas serán las cuatro reinas.
Mundos así, que nacen de nuevo a la conciencia, por la inconciencia de haber muerto. Otra vez la trivialidad del ser y el no ser, como características imperceptibles de las cosas. Como modos fútiles o extravagantes de un pliegue de la eternidad. Un pliegue de la eternidad que permita contar una historia:
“Eran cuatro reinas de cuatro reinos distintos.
Eran cuatro reinas de cuatro reinos lejanos.
Se encontraron una noche en el límite de sus dominios.
Se encontraron una noche en la frontera de sus pasos.
¿Esto era entonces todo? – se decían –
¿Todo esto aquí acababa?
Y se miraban de reojo y de reojo refulgían
Pero en gestos diminutos y perfectos danzaban.
“Podemos ser reinas de los cuatro reinos.
Cuando llegamos al límite alternamos.”
Lemia ilustraba esta pequeña e imperfecta rima moviendo a las reinas en sutiles coreografías. Las alejaba, las acercaba, las removía, dejaba muy claramente una carta en cada lado. Pero al rato al darlas vuelta ya no eran las mismas, y por otras reinas ellas habían cambiado.
Nurma sonreía y Javierio embelesaba.
Pero Murabio dudó: – “Se trata de una candorosa alegría – les dijo – De una alegría basada en la ignorancia. Por más que puedan transitar por los cuatro reinos, como si fueran reinas de cada uno, desconocen otros tantos territorios y reinos, tantos poblados, tantas extensiones… El de ellas es un falso infinito. ¿Y un falso infinito las consuela?. Aún cuando fueran enormes los cuatro reinos, que nadie pudiera recorrerlos en lo que dure una vida, aún así habría siempre otros cuantos más allá, que les serán ajenos y extraños”.
Lemia lo miró muy seria, dejando en el aire suspendidas las cartas: – “El infinito – apuntó ella – el infinito no está en la extensión de los reinos. Sino en el cruce permanente de las fronteras.”
Luego hizo un juego sencillo: Tomó las cuatro reinas en su mano izquierda y asiendo una en el aire, apareció sin más de un suave deslizar sobre el paño de la mesa. Otra más, de la misma forma, fue a acompañarla. Otra más, sin tocar las cartas ni las manos, se juntaba con las otras con sólo que la nombraba. Y por último, la última se reunió con ellas, sin exigencia de dedos, ni pulsión de vientos, ni ley de la distancia.
Ilustraba lo que decía con estos versos:
“Entre el ser y el no ser van las Cuatro Reinas.
Entre el hoy y el mañana, entre el antes y el después.
No puedes verlas cambiarse, no puedes verlas,
Las Cuatro Reinas no se mueven con sus pies.
Para ellas no hay lejano ni cercano.
Estar aquí o estar allí, todo sitio es un tal vez.
Lemia le pasó la baraja a Diallias.
DIALLIAS
Diallias pidió a Kantonio otro mazo, con dorso de un color distinto. Y de paso le pidió otra medida de licor. Inmediatamente aparecieron el mazo y la copa, sobre la porción de la mesa que ocupaba Diallia, solícitamente servidas por el más exacto de los mozos.
Así, Diallias comenzó su rutina con el mazo rojo que había pasado de mano en mano hasta llegar a ella, y con un nuevo mazo azul que abrió en presencia de todos.
Lo primero que hizo fue dar a mezclar ambos mazos por paquetes. Luego, los hizo recomponer sobre la mesa. Uno en una punta, casi al extremo de la mesa, y el otro frente a ella, muy cerca de su pecho.
Diallias mostró sus dos manos, de palma y de dorso y colocó su mano derecha sobre el mazo que tenía a su alcance. Muy despaciosamente, entonces retiró la primera carta que se encontraba en la parte superior del mazo, y a medida que la retiraba, otra carta se extraía sola del interior del mazo que tenía más alejado, de más o menos la mitad de la mitad superior.
Diallias dio vuelta la carta que ella misma retiraba y la carta que se había movido del otro mazo también se dio vuelta. Las dos eran nueves de pica.
Diallias colocó su carta sobre la mesa, y con la misma parsimonia la carta sola, suelta, del otro mazo, también se dejó deslizar sobre su parte de la mesa.
Diallias extrajo a continuación la baraja siguiente de su propio mazo rojo, y exactamente la misma baraja se extrajo sola de su posición en el mazo azul de enfrente. En este caso, los sietes de diamantes.
Finalmente, Diallias tomó todo el mazo en sus dos manos y abrió las barajas cara abajo en un pequeño abanico. Las cartas del mazo azul se abrieron y acomodaron de la misma forma. Luego, Diallias lanzó a todas las barajas rojas hacia arriba, a volar por un poco más de un segundo por el aire, y lo mismo hicieron las azules. Al descender, todas, rojas y azules, lo hicieron de dorso, excepto una: Dos tres de trébol quedaron de cara entre todos los dorsos.
Diallias se levantó, tomó un sorbo de su licor y extendiéndose hacia el otro extremo de la mesa en donde estaban las cartas de dorso azul, dio vuelta el tres de trébol y lo mostró de dorso rojo. Y volviendo a su asiento, luego de sentarse y exhibir una sonrisa, dio vuelta el tres de trébol que de cara se mostraba entre los dorsos rojos, y era de dorso azul.
No es un problema de distancias, ni siquiera de causalidad. Como lo demuestra la tercera variación, se trata siempre de la identidad.
“Un Universo donde algo pueda cambiar de algo, en la medida en que ese algo pasa por lo mismo. Una suerte de empatía ontológica, por ejemplo.”
Como Javierio pidió explicaciones, Diallias continuó: – “Pongamos por ejemplo, un color. El color rojo, como el que vemos aquí. Que sea el color y no lo coloreado el centro de la identidad. Y que entonces, este rojo pueda estar aquí y en aquel rojo de allá, que es, precisamente, idéntico. Que pudiera participar de todas las cosas que lo portaran.
“…O una sensación – terció Nurma – “Una sensación que fuera adhiriéndose a quienes la sienten. E incluso a los objetos inanimados, dotándolos de expresión y sentido. Después de todo, los soportes sensitivos se desgastan, deterioran y desaparecen. Pero la sensación que puede tener hoy el señor de aquí a la vuelta, mirando un dulce de batata, tranquilamente puede ser exactamente la misma de un Ludovico Sforza en el taller de pintura de Leonardo. Así, la sensación se sobrevive.”
Lemia tomó los dos mazos y los acercaba y alejaba, como buscándole los hilos. Era evidente que no los había, ya que Diallias no los necesitaba. Pero qué increíble sería que un dios o una diosa que puede crear la realidad completa, necesite de fabricar una ilusión para decir algo. Sonrió disimuladamente y con un mazo en cada mano, estiró los brazos para devolverlos.
Diallias recibió ambos mazos en el cuenco de su mano izquierda. Pasó su mano derecha por encima del paquete, y al retirarla, los dorsos de todas las ciento cuatro cartas se habían hecho púrpura.
Sin mirar, Diallias colocó sus dedos índice y mayor en forma perpendicular sobre todo el montón y haciendo presión con ellos sobre el punto central del dorso de las barajas, los fue introduciendo sin agujerearlas. Los hundió hasta la primera falange, y al querer retirarlos, presentaron resistencia. Finalmente emergieron verticalmente, sosteniendo entre las yemas una carta doblada en canutillo, que salió, atravesándolas a todas, sin daño de ninguna.
Diallias abrió el canutillo y por un instante, sólo por un instante, se pudo ver un par de corazones negros, que ella rápidamente extrajo, se los llevó a la boca y los tragó.
Para cuando el resto de las diosas y los dioses volvieron a mirar, la carta desenvuelta del canutillo extraído del interior de los mazos, ya había vuelto a ser el dos de corazones rojos. El cambio había sido imperceptible y Diallias los miraba a todos con gesto suplicante, en tanto había debido comerse a aquellos otros, para no revelar algún secreto.
¿Se pueden mantener Universos enteros en secreto? ¿Puede ser un Universo, un sistema galáctico, un régimen de leyes físico naturales, un subterfugio para esconderlos?
¿Puede un secreto esconder a otro?. Se habían creado mundos así. A condición de que en todos los casos siempre se dejara un atisbo.
Diallias redujo los dos mazos a uno solo, que volvió a ser rojo (Kantonio tomó nota de la pérdida del mazo azul), y lo entregó a Solden.
SOLDEN
Solden recogió el mazo de manos de Diallias, recorrió en silencio la mirada de todos y realizó una extensión circular de las barajas. Parecía que todas las cartas sonreían. Entonces las recogió de nuevo en su mano derecha y entonces realizó una extensión en el aire, de trescientos sesenta grados. Un círculo perfecto en el que las cartas se iban intercalando solas.
Entonces Solden pidió clara y rotundamente un salame picado grueso. Inmediatamente Kantonio se lo trajo, colocándoselo sobre una tablita de madera.
Cuando cayeron las barajas sobre el salame y la tablita, Solden tomó el cuchillo y cortó la primera rodaja. Era rápido para cortar. Muy rápido, Y las barajas se corrían de un lado a otro a medida que avanzaba en los cortes. Cortes completos, finitos, impecables. Todo un desafío para el filo y para el pulso y la muñeca.
Una vez cortado en fetas todo el fiambre, Solden (con la censura de Javierio, por ejemplo, que intentó evitarlo, y con el desagrado de Lemia que dio vuelta la cara con un gesto de repulsión), armó unos sándwiches de baraja y salame, engrasando de esa manera cara y dorso, volviendo a cada carta más correosa e imposible para los dedos de cualquier experto.
Entonces Solden invitó a Murabio a elegir una feta de salame, morderla solo cortésmente, nada más que para poder identificarla, y luego perderla entre las otras fetas y barajas.
Solden abrió un pedazo de pan (media baguette) y colocó en su interior las barajas y las fetas. Las embadurnó con una lengua de mayonesa y otra de mostaza, y salpimentó a gusto. Cerró el preparado con la otra mitad del pan y chasqueó los dedos.
Cuando levantó el pan, el salame se había recompuesto completamente, con la única excepción del sitio de donde había salido la feta elegida, en cuyo lugar ahora se encontraba una baraja mordida.
Solden levantó con las dos manos el sándwich y debajo de él estaba la feta faltante, que hizo ver a Murabio, quien la reconoció afirmativamente. Solden continuó exhibiéndola un rato más, y acabó por comérsela. Posteriormente levantó un vaso de vino “a la salud de todos” y se secó la boca con la servilleta.
Algunos comenzaron a aplaudir, sobre todo Lemia, que al tocar la baraja notó que en ella no había rasgo de pringue, lo que consideró el mayor hallazgo del juego que se acababa de realizar. Pero Solden los detuvo con su mano derecha, abierta en señal de “pare”, y con las palabras – “Atenti, que faltaba el queso” – desplegó la servilleta sobre la mesa, dejando descubrir en su interior un pategrás de un cuarto de kilo más o menos, cortado en cubos, seis de ellos con un escarbadiente clavado en diagonal, uno para cada uno de los comensales, que colocó en el centro de la mesa, para que todos se sirvieran.
Universos así, existen. Cálidos y habitables. Rústicos y alegres. Con corteza de pan y migas polvorientas. Existen todavía. Son casi de generación espontánea, formados sobre aquellas creaciones descuidadas, que no acabaron su diseño en la cabeza, y que se fueron arcillando con las manos. Las manos, protagonistas de la magia. Las manos, como únicas artífices de toda realidad.
Las manos que construyeron el Verbo.
No hay compromiso sin las manos, o los muñones, o los brazos. Extremidades que prescinden del centro.
Sólo los bordes aproximan. Sólo las puntas se atan y desatan. Sólo las orillas se acercan, se entienden, se expanden, frente al abismo del mar. Sólo a las orillas se llega después de siglos de navegantes.
Solden se echó para atrás con una sonrisa de satisfacción. Luego se reincorporó a la mesa y pidió un brindis por las manos, al que Murabio, Javierio, Nurma, Lemia y Diallias respondieron alzando sus vasos al mismo tiempo.
Allí los dejaron por un rato, en el aire, suspendidos, retirando las manos con las que los habían levantado. A un gesto de Solden, como el de una invitación al baile, los vasos hicieron una ronda y una vez completa la vuelta entera volvieron a sus lugares de inicio. Allí cada uno y cada una volvió a tomarlos, y bebieron.
Mundos imperfectos. Sólo en los mundos imperfectos es posible la alegría.
Porque una baraja seguiría siendo parte del salame, el juego quedaba incompleto.
Solden le guiñó un ojo a Nurma y le pasó a ella el mazo de cartas.
NURMA
Nurma tomó la baraja, casi como si estuviera recibiendo algo innombrable. Y separó una carta, que dejó a un costado, cara abajo.
Nurma se llevó el mazo contra el pecho y mirando levemente de costado preguntó la identidad de esa carta separada.
Los dioses, las diosas, los dioses diosas, fueron nombrando cartas. Y a medida que se nombraban, Nurma la sacaba del mazo que tenía contra el pecho. Así pasaron las cincuenta y una, y Nurma quedó sin cartas. Entonces dio vuelta la baraja separada y allí estaba la única que no había sido nombrada por nadie.
Hacer lo que nadie espera. Invertir la regla de las adivinanzas. Decir de algo justo aquello que no es. Mostrar lo que de otro modo no se vería.
Javierio había construido mundos en los que guardó secretos para ser hallados. Secretos que seguían la lógica de una “búsqueda del tesoro”, con pistas volcadas en diferentes sitios, y con un orden correlativo de deducciones y descubrimientos.
Murabio había dejado sombras superpuestas, con las que a veces retozaba, o a las que enviaba a iluminar aquello que nunca realizaría.
Diallias tejía universos que a veces refractaban a otros universos. Unos a otros secretos e idénticos. Pero entre los que cabían interrelaciones.
Solden había soltado piezas de un rompecabezas para que en algún momento se juntaran, previendo el encuentro de las piezas como una pieza más, que las complete.
Lemia había diseñado mundos en los que había escondido un color, o un sonido, o una frase, y en cuanto ese color era recreado, ese sonido sonado o esa frase pronunciada, todo en esos mundos cambiaba de orden y lugar. Y ese color, ese sonido, o esa frase, eran reemplazados por otros.
Pero sólo Nurma podía esconder un secreto a la vista. Esconder un secreto precisamente allí adonde se estuviera vigilando.
¿Cómo hacer escapar a un Universo de la mirada de quienes lo habitan?. Nurma se avergonzaba a veces de retacear recuerdos, de modificarlos, y hasta de removerlos. Porque hay mundos que sólo ocurren en el pasado. Pero el pasado ha dejado de ocurrir y ya no presenta misterio.
¿Cómo esconder el mazo al interior de una baraja?. Sólo dando a la baraja las dimensiones del mazo. Y que ya no haya adentro ni afuera, sino sólo espacio. El espacio mismo que se acerca o que se aleja.
El espacio que se teje alrededor de las esperas, de los silencios, de los abrazos. El espacio que es tejido en las esperas, en los silencios, en los abrazos.
Nurma pidió que tomaran asiento. El día atardecía y era el momento delicado en el que la noche y el día ya no se sostienen en sus determinaciones, sino que fluctúan y confunden, pudiéndose perder una en la otra.
Se sentaron. Murabio, Javierio, Lemia, Diallias, Solden. Con esa especie de arrepentimiento que trasunta ese momento del día. Momento del día en el que todo podía ser distinto.
Nurma tomó las barajas en la mano derecha y con un sutil cabeceo hizo que las cartas se levantaran del mazo, formaran una cascada hacia arriba, hicieran un arco sobre su cabeza y luego cayeran una a una sobre la otra mano.
Nurma no miraba las cartas mientras lo hacía. En su lugar, cerró sus ojos bajo los párpados, y los deslizó entre quienes las estaban mirando.
Al acabar de caer las barajas, a cada uno le había tocado un cambio, una modificación, una diferencia. Un nuevo lunar, un gesto nuevo, un tono distinto en algún punto de la voz, un cabello de un sabor distinto… Cambios todos ellos imperceptibles. Pero del que todos daban perfecta cuenta.
Alguna suerte de transformación había ocurrido. Eran conscientes de eso, a pesar de no conocer cuál era esa transformación exactamente.
Nurma abría de nuevo sus ojos y el aire se teñía de ellos. Aunque sólo durara un siglo, o una semana. Hasta el próximo miércoles, en el que volverían.
KANTONIO
Mundos ocultos, presentes, absurdos o perfectos. Mundos por hacer o mundos acabados. Dioses sensibles. Dioses poderosos. Dioses indolentes. Dioses generosos. Dioses mentirosos. Dioses tristes. Dioses alegres.
Kantonio no los vio marcharse. Nunca había podido. Era precisamente un recuerdo que no tendría.
Se iban, nada más, sin dejar propinas, y luego él debía recoger los deshechos, limpiar la mesa, y sobre todo, guardar la baraja en el lugar de costumbre.
Kantonio era inmortal, ya lo sabíamos. Y estaba atado a la exactitud de los recuerdos.
Él sólo era el mozo del ritual de los miércoles. Sólo un ritual, en el que dioses, diosas, dioses diosas, volvían cada miércoles a encontrarse.
Un ritual en el que intentaban imitar a los magos, esas criaturas improbables e imprevistas, sólo concebibles entre seres imperfectos, vulnerables, incompletos y mortales. Humanos. Los que entre los objetos más mundanos y triviales, dejan deslizarse, sólo deslizarse, sin permanecerse, a otros tantos Universos. Maestros de la Ignotomancia y de la Adynatología.
Ignotomancia: Predecir lo que no sabrás. O predecir lo que nadie sabe.
Adynatología: Explicación del mundo a través de lo imposible. Lo real como lo imposible que se realiza: Respirar es imposible, luego, es real. No es real, por ejemplo, la piedra de la cual no mane el agua. Es real el átomo que sueña, la flor que vuela, el odio que perdona.
Empezamos a ser reales en cuanto nos volvemos, al menos, inverosímiles.
Ni mentira ni milagro: Sólo es necesaria la insensata fe en una ilusión.